30 de marzo de 2010


"Las mujeres modernas no te cosen los botones", dijo Bukowski.

Claro que no, señor Bukowski. Preferimos que los hombres vayan a pecho descubierto, mostrando quiénes son sin esconderse tras la ropa. Y, si acaso, es mejor usar cremallera, que no botones. Todo el mundo sabe que la cremallera es mucho más rápida que el botón y, en ciertos contextos, esto es una gran ventaja.


2 de marzo de 2010

Lujuria

Entonces Wendy entró en esa etapa en la que no le gustan los chicos de su edad porque son demasiado inmaduros. Se acabaron las réplicas de Peter Pan. Ésta vez quería algo distinto.


Mientras volvía a casa después de su clase de cocina de las ocho de la tarde, pensó que no le apetecía volver aún y se sentó en un banco del parque. Un hombre de unos cuarenta años daba vueltas y vueltas de un extremo a otro de una línea imaginaria solo existente en su cabeza, de forma obsesiva, mientras hablaba por el teléfono móvil.
Qué hombre.
Era la mezcla de la energía de la juventud y de la elegancia de la madurez. Tenía una preciosa melena ondulada negra salpicada de canas que, lejos de restarle encanto, le añadían un plus de fascinación. Es más, sus cabellos parecían una obra de arte que serpenteaba sobre sus hombros, pues la naturaleza había sabido combinar a la perfección el blanco y el negro.
Wendy pensó que se parecía a Jeremy Irons, pero marcadamente más delgado, con una expresión más dura en el rostro y unos ojos llenos de magnetismo.
Wendy quedó fascinada. Ese hombre había conseguido en el ecuador de su vida la armoniosa mezcolanza más hermosa que jamás había visto en su vida.
No podía dejar de mirar sus manos. Wendy deseaba acercarse a él, mirarle a los ojos de cerca, abrazarle, respirar el aroma que seguramente exhalaría su cabello. Y que le acariciara. Por un momento cerró los ojos y se imaginó aquellas manos morenas acariciando su rostro, su pelo, sus hombros, su espalda. Y sus mejillas se encendieron.
Esto es lo que deben llamar deseo.
Sí, estaba segura. El deseo es más fácil de descubrir que el amor. Una inyección de adrenalina en su espina dorsal, otra directamente entre sus piernas y los labios sedientos de besos.
Miró a aquel hombre hasta que colgó el teléfono. De pronto, él alzó sus ojos y se encontraron con los de ella. Wendy apartó la mirada rápidamente y se levantó del banco. Sin volver atrás, caminó despacio hasta su casa.
Se tiró en la cama y se quedó pensando en el misterioso desconocido. Pero ahora tenía un problema. Estaba sola, pero seguía sintiendo un volcán bullendo dentro de ella. Casi sin darse cuenta, deslizó una mano por debajo de sus braguitas y comenzó a acariciarse. Las imágenes del desconocido se sucedían por su mente. De pronto, sus manos ya no eran suyas. Eran las de él. El placer se apoderó de ella, y por primera vez en su vida sintió un orgasmo.
Con los ojos brillantes y el pelo revuelto se levantó para mirarse en el espejo. Ella había cambiado.
De pronto sintió cómo algo caía al suelo desde el interior de su bolso. Preocupada tomó la tarjeta que yacía encima del parquet y que rezaba: Capitán Garfio.